Desde el origen de la venerable Orden Tercera de los Siervos
en Carmona, la antigua fiesta de la Purificación de la Virgen se ha solemnizado
ya que en este día la lectura del Evangelio de Lucas remite directamente al
anuncio de la vida de dolor de María.
Se
trata de una de las fiestas más antiguas de la liturgia
cristiana. El "Itinerarium" de Eteria (390) habla de esta fiesta con
el nombre genérico de "Quadragésima de Epiphanía". La fecha de la
celebración no era el 2, sino el 14 de febrero, es decir 40 días después de la
Epifanía. En el siglo V se empezaron a usar las velas para subrayar las
palabras del Cántico de Simeón, "Luz para alumbrar a las naciones", y
darle mayor colorido a la celebración.
A
esta fiesta se le llamó de la Purificación de María, recordando la prescripción
de Moisés, que leemos en levítico 12, 1-8. Con la reforma del Concilio Vaticano
II se le cambió de nombre, poniendo al centro del acontecimiento al Niño Dios,
que es presentado al Templo, conforme a la prescripción que leemos en Ex 13,
1-12. Naturalmente, con el cambio del nombre se quiso borrar la presencia de
María, sino ponerla en segundo lugar, después del Señor. El Evangelio de San
Lucas (2, 22-38) funde dos prescripciones legales distintas, ya citadas arriba,
que se refieren a la purificación de la Madre y a la consagración del
primogénito.
Esta
fiesta había sido importada de Oriente. Su nombre original -hypapante-, de
origen griego, así lo indica. Esa palabra, que significa <encuentro>, nos
desvela el sentido original de esa fiesta: es la celebración del encuentro con
el Señor, de su presentación en el templo y de la manifestación del día
cuarenta. Los más antiguos libros litúrgicos romanos aún siguieron conservando
durante algún tiempo el nombre original griego para denominar esta fiesta.
Todo
esto ya quedó aclarado en el volumen anterior en que se intentó, con toda
lógica, vincular esta fiesta al ciclo navideños de la manifestación del Señor.
Allí quedó señalado que esta fiesta, tal como ha quedado diseñada en el actual
calendario de la Iglesia a raíz del Concilio Vaticano II, recuperando de este
modo su sentido original, no es precisamente una fiesta de la Virgen, sino del
Señor.
En esta celebración la Iglesia da mayor realce al ofrecimiento que María y José hacen de Jesús. Ellos reconocen que este niño es propiedad de Dios y salvación para todos los pueblos.
La
presencia profética de Simeón y Ana es ejemplo de vida consagrada a Dios y de
anuncio del misterio de salvación.
La
bendición de las velas es un símbolo de la luz de Cristo que los asistentes se
llevan consigo. Prender estas velas o veladoras en algunos momentos
particulares de la vida, no tiene que interpretarse como un fenómeno mágico,
sino como un ponerse simbólicamente ante la luz de Cristo que disipa las
tinieblas del pecado y de la muerte.
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